Carlos Cruz no se quedó disfrutando el sistema socialista en la Isla ni se fue tras el comunismo, la muerte lo arrebató mientras cumplía una nueva sanción, esta vez, en el Combinado del Este por otro delito cometido: en esta ocasión, la demora de un sargento en trasladarlo a la enfermería por la falta de aire que su asma le provocaba, le causó un paro cardiaco. Los presos que lo cargaban se asustaron al sentirle el pecho ardiendo, como si tuviera una plancha guardada en su interior. El sargento apareció en la galera al terminar la telenovela. Cuando tiraron a Carlos sobre la camilla de la enfermería ya no jadeaba. Algo debajo de su pecho abandonó el esfuerzo. Aunque el enfermero aún saltaba sobre él intentando hacer regresar un leve latido, apenas un soplo que avisara que podía intentarse algún otro apretón; pero el cuerpo se mantuvo rígido, sin emitir un mínimo mensaje de que algo se podría lograr, y el enfermero decidió bajarse. Ya no tendría sus conversaciones todas las noches cuando venía por el aerosol y le contaba sus aventuras amorosas.
–Que lo tape el que lo mató –dijo rabioso el enfermero.
Y no le dio tiempo para irse porque el sargento le puso el bastón en el cuello y lo empujó contra la pared. El golpe de su cabeza lo estremeció.
–Déjate de estar hablando mierda que mañana mismo puedes aparecer tan tieso como ése que está ahí –y señaló el cadáver.
El enfermero quiso contestar, decir que estaba equivocado, fue culpa del nerviosismo, pero la presión del bastón apenas le permitía mover los ojos. Cuando lo soltó, su cuerpo vacío de aire, fue a chocar contra el piso. El médico intentó ayudarlo pero el sargento lo empujó para propinarle una patada en las costillas al enfermero:
–Anda, levántate…–le dijo el militar–. Ahora jódete por estar hablando mierda.
–No fue eso lo que quise decir –dijo sin poder respirar ni reponerse–. Jamás me atrevería a ofenderlo.
El sargento demostraba desconfianza en su mirada.
–Sólo estaba nervioso… Despreocúpese, que de mí no tendrá ninguna queja, y nunca haré comentarios que puedan incriminarlo –dijo el enfermero en un intento desesperado por librarse de otra golpiza.
El militar se mantuvo observándolo, luego sonrió.
–Médico, escribe los papeles que voy a llamar al Puesto de Mando. Explica que llegó aquí vivito y coleando, ¿verdad, enfermero?
–Por supuesto, sargento, por supuesto –contestó aún acostado en el piso.
–Luego, la pelona se lo llevó. ¿Es así, enfermero?
Y en respuesta, sin mirarles a los ojos, el sanitario movió la cabeza en señal de aprobación. En ese momento intentaba sentarse, pero el sargento volvió a golpearlo con una patada por las costillas, antes de salir para el Puesto de Mando a dar la noticia.
–¿Verdad, enfermero?, o ahora los ratones te comieron la lengua –le dijo con el rostro amenazante.
–Verdad, sargento, verdad –respondió casi sin respiración–, es como usted dice: la pelona se lo llevó.
Al rato se fue pasando la voz entre las galeras y empezaron los gritos contra el sargento que lo acusaban de preferir la telenovela antes de acudir de inmediato al reclamo de un enfermo. Y los guardias quisieron detener la protesta y fue peor. La mayoría de los presos se unieron al desorden y quemaron colchones, papeles, daban golpes en las rejas y las ventanas. Al rato comenzaron a llegar varios camiones llenos de soldados con armas largas porque todo indicaba que el motín no iba a cesar. Por las claraboyas los presos gritaban: mataron a Carlos Cruz.
Y luego de horas de negociaciones, casi al amanecer, pudieron controlar la protesta bajo el compromiso de la parte militar, de que no hacer represalias contra los amotinados y prometían llevar a corte militar al sargento.
Esa mañana salieron muchos vehículos en varias direcciones, todos los reclusos que protestaron no volvieron a encontrarse: fueron diseminados por el resto de las prisiones de la Isla.
Ángel Santiesteban-Prats