Diario en la cárcel XX. Con la boca cosida y untado con excrementos, un joven reclama sus derechos

Me encontraba, como la mayor parte del tiempo, escribiendo sobre mi cama cuando escuché el llamado: “Político, Político”; y llegaron con prisa hasta mí. Afuera, me dijeron, hay un hombre que se cosió la boca con alambre, venga. Realmente pensar en la escena me causó escozor. No soy médico maxilofacial, ¿para qué entonces mi presencia?, dije intentando evitarlo. Es que él lo está llamando, me dijeron, quiere hablar con usted. Entonces no pude dejar de acudir. Mientras me acercaba escuché su voz desesperada, llamándome entre labios, despegándolos apenas.

Describir el horror de manera que lo pueda imaginar quien no lo ha visto, no es posible: detenido frente a la puerta del patio que conduce a mi barraca, con el cuerpo untado de desecho fecal, sostenía un envase lleno de excremento con el objetivo de evadir a las guardias que no se atrevieron a forzarlo para que volviera a la celda. Lo peor eran sus labios cosidos con alambres. La primera pregunta que me hice era qué nivel de desesperación, indefensión y tristeza lo habrían obligado a cometer tal locura, pues por su aspecto no parecía ser un enfermo mental.

Con dificultad pude entenderle que estaba desesperado porque los guardias no querían escucharle teniendo la razón. Solo lo amenazaban y golpeaban cada vez que exigía sus derechos, y ello lo había llevado a dar ese paso. Varias veces me aseguró que no estaba loco: avísele a la Comisión de los Derechos Humanos, que vengan a verme los Relatores, no tendré miedo de decirles la verdad.

Yo movía la cabeza asintiendo, siempre me sobrecoge esa angustia por la impotencia de no poder ayudar. No me hubiese importado tocarlo y limpiarle aquellos labios que comenzaban a mostrar síntomas de infección, razón por la que lo sacaron a la enfermería en aquellas condiciones.

Le juré que dentro de mis humildes posibilidades, informaría a la opinión pública internacional, y que si los Relatores llegaban a Cuba, les hablaría de él.

Antes de que se fuera intenté convencerlo de que ya había logrado su propósito; el penal y su dirección sentían la culpa de no haberlo escuchado, los demás internos también, entonces le pregunté si aún tenía sentido continuar en esas condiciones, al punto de poner en riesgo su vida. Me dijo: sí, Político, no piense que vine a verlo sin saber quién es usted, en la celda me contaron cómo le hacían ingerir los alimentos a la fuerza, si no estuviera allí o en un hospital.

Solo pude pedir a Dios que lo protegiera.

Finalmente respondió a la constante orden de los guardias para que continuara camino a la celda.

No me olvide Político, me dijo, y no pude evitar que los ojos se me humedecieran. En aquellos breves minutos se había estrechado entre nosotros una solidaridad y una hermandad que se sobreponían a la situación difícil en la que vivimos.

Te abrazo, le dije. Yo a usted también, me respondió, y orgulloso se encaminó a los huecos sucios y oscuros de las celdas de castigo.

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Ángel Santiesteban-Prats

Prisión 1580. Mayo de 2013

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